miércoles, 31 de julio de 2024

“Un buen hijo”

Carlos Alcorta (2020): Aflicción y equilibrio

 

“Un buen hijo”

 

Quien tiene hijos necesita futuro. 

Valter Hugo Mãe

 

Eras niño otra vez, 

No eras ya mi padre. 

Vicente Gallego

 

Antes de que en la luz crepuscular

se diluya la imagen que dio pie 

a este pacto de no agresión con tu otro 

yo recorres el camino de vuelta 

a la infancia sin miedo a las consecuencias. 

Terminas aceptando que quien hoy regresa

ignora casi todo de aquel tiempo

en el que las cosas pudieron 

suceder de manera diferente. Quedaron 

entonces demasiadas preguntas sin respuesta, 

quedó un reguero solidificado

de miel y leche sobre la mesa que fijaba

la frontera entre una ciénaga y un oasis, 

entre la fatalidad y la salvación. 

 

Siendo aún poco más que un niño, 

Mi padre braceaba hasta el urro

Que se erguía a unos cientos de metros de la playa

—en el mar, la falta de referencias 

falsea las distancias, por eso aprovechaba

el reflujo de la marea, cuando 

el agua se pliega sobre sí misma, 

como algunos crustáceos—

para cazar conejos y mejorar 

la humilde dieta alimenticia 

de la posguerra. Sigue nadando sin descanso, 

sorteando las olas de sus recuerdos Aquel

tú del pasado lo revive ahora como si fuera la primera 

vez, cuando inmoviliza con la palma

de sus manos tu cuerpo menudo y agarrotado

por el mido en la playa de La Concha, 

sopesando el vigor de las corrientes

mientras te enseña a mantenerte a flote. 

 

Me propuse escribir este poema

como quien construye la casa natural 

de la vida, sin ayuda, con materiales nobles

pero modestos, una casa con grandes ventanales

para vernos mejor por dentro, hecha

con las palabras que nunca nos dijimos, 

una casa, un poema de músculos y piedra

con los que ganarme el pan, igual que hacen 

los hombres de provecho. Si lo crees preciso, 

supervisa la argamasa, controla a los obreros 

piensa en cómo podremos convivir

en el futuro pese a nuestras diferencias

—tú entrando sin llamar, yo contemplando 

los muros encalados, ahora sin tu sombra—

y dame tu bendición, esa será la mejor recompensa

que pueda percibir por mi trabajo, 

pero quiero que sepas que no es fácil

levantar solo con buena materia prima 

unos cimientos firmes, también se necesita 

esa emoción latente que propicia

el lenguaje poético, tan fuera de lugar

en las transacciones mercantiles. 

 

Las lágrimas que derramé sin que tú

lo supieras, poniendo nombre con las palabras 

que me enseñaste a todo lo que lo que me rodeaba, 

hasta que logré dar vuelo a mi pensamiento, 

forman parte de tan impopular

y mal pagado oficio, 

ese del que te avergonzabas

en los primeros años, cuando eran mis poemas

solo frustradas tentativas. 

                                               Es verdad, yo no sé

en qué momento un cuerpo se revienta 

y flaquea en el campo o en el turno de noche

de la fábrica porque nunca sentí el látigo 

del trabajo a destajo castigar mi espalda

aunque ya esté tan deformada 

como de la de un recolector de fresas, 

pero he intentado siempre reflejar

en las páginas mis propios conflictos, 

sin buscar amparo fuera de mí

o en la naturaleza, porque esta solo siente

sin quejarse, pero no piensa. 

 

Quien escucha el tartamudeo 

de las teclas hasta la madrugada

o me ve inclinado sobre la mesa

como un vidente sabe de qué hablo. 

 

Durante muchos años guio mis pasos

una idea utópica de la realidad

que tú me habías inculcado. 

Pensaba que con ser puntual y honesto 

sería suficiente para que me sonriera

la vida, pero estaba equivocado. 

Incluso, alguna vez, durante ese instante fugaz

en el que unos rayos de luz huidizos

como un mirlo o una fragancia se filtran

por las rendijas de la persiana

casi cerrada y acarician la piel, 

presentí que era cierto, que valía la pena

esa efímera recompensa, pero, al final, 

si afino la memoria, me parece

estar viendo tu gesto escéptico y pensativo. 
Me embarga entonces la impresión

de que tampoco tú creíste de verdad

en ello. Una cosa son las palabras

y otra los hechos. 

 

Padre, nunca seré lo que tú hubieras

deseado que fuera, nunca sentiré afición 

por la canaricultura o el mus, 

nunca seré un manitas, pero puedo decirte

que desde que fui padre comprendí 

por fin lo que supone ser un buen hijo.