José de Espronceda(1841):
El diablo mundo
“Canto a Teresa”
¿Por qué volvéis a la memoria mía,
tristes recuerdos del placer perdido,
a aumentar la ansiedad y la agonía
de este desierto corazón herido?
¡Ay!, que de aquellas horas de alegría,
le quedó al corazón sólo un gemido
y el llanto que al dolor los ojos niegan,
¡lágrimas son de hiel que el alma anegan
¿Dónde
volaron, ¡ay!, aquellas horas
de juventud,
de amor y de ventura,
regaladas de
músicas sonoras,
adornadas de luz y de hermosura?
Imágenes de oro bullidoras,
sus alas de
carmín y nieve pura,
al sol de mi esperanza desplegado,
pasaban, ¡ay!, a mi alrededor cantando.
[…]
Yo amaba todo: un noble sentimiento
exaltaba mi ánimo, y sentía
en mi pecho un secreto movimiento,
de grandes hechos generoso guía.
La libertad con su inmortal aliento,
santa diosa mi espíritu encendía,
contino imaginando en mi fe pura
sueños de
gloria al mundo y de ventura.
[…]
¡Oh llama
santa! ¡Celestial anhelo!,
¡Sentimiento
purísimo! ¡Memoria
acaso triste
de un perdido cielo,
quizá
esperanza de futura gloria!
¡Huyes y
dejas llanto y desconsuelo!
¡Oh mujer!,
¡que en imagen ilusoria
tan pura,
tan feliz, tan placentera,
brindó el
amor a mi ilusión primera...!
¡Oh Teresa!
¡Oh dolor! Lágrimas mías,
¡ah!, ¿dónde
estáis que no corréis a mares?
¿Por qué,
por qué como en mejores días
no consoláis
vosotras mis pesares?
¡Oh! los que
no sabéis las agonías
de un
corazón, que penas a millares
¡ay!
desgarraron, y que ya no llora,
¡piedad
tened de mi tormento ahora!
¡Oh!
¡dichosos mil veces, sí, dichosos
los que
podéis llorar! y, ¡ay, sin ventura
de mí, que
entre suspiros angustiosos,
ahogar me
siento en infernal tortura!
¡Retuércese
entre nudos dolorosos
mi corazón, gimiendo de amargura!
También tu corazón hecho pavesa,
¡ay!, llegó
a no llorar, ¡pobre Teresa!
¿Quién
pensara jamás, Teresa mía,
que fuera
eterno manantial de llanto,
tanto
inocente amor, tanta alegría,
tantas
delicias, y delirio tanto?
¿Quién
pensara jamás llegase un día,
en que
perdido el celestial encanto,
y caída la
venda de los ojos,
cuanto diera
placer causara enojos?
Aún parece,
Teresa, que te veo
aérea como
dorada mariposa,
en sueño
delicioso del deseo,
sobre tallo
gentil temprana rosa,
del amor
venturoso devaneo,
angélica, purísima y dichosa,
y oigo tu voz dulcísima, y respiro
tu aliento perfumado en tu suspiro.
Y aún miro aquellos ojos que robaron
a los cielos su azul, y las rosadas
tintas sobre la nieve, que envidiaron
las de mayo serenas alboradas;
y aquellas
horas dulces que pasaron
tan breves,
¡ay!, como después lloradas,
horas de
confianza y de delicias,
de abandono,
y de amor, y de caricias.
Que así las
horas rápidas pasaban,
y pasaba a
la par nuestra ventura;
y nunca
nuestras ansias las contaban,
tú
embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.
Las horas,
¡ay!, huyendo nos miraban,
llanto tal
vez vertiendo de ternura,
que nuestro
amor y juventud veían,
y temblaban
las horas que vendrían.
Y llegaron
en fin... ¡Oh! ¿Quién impío,
¡ay!, agostó la flor de tu pureza?
Tú fuiste un
tiempo cristalino río,
manantial de
purísima limpieza;
después
torrente de color sombrío,
rompiendo
entre peñascos y maleza,
y estanque,
en fin, de aguas corrompidas,
entre fétido
fango detenidas.
¿Cómo caíste despeñado al suelo,
astro de la mañana luminoso?
Ángel de luz ¿quién te arrojó del cielo
a este valle de lágrimas odioso?
Aún cercaba tu frente el blanco velo
del serafín, y en ondas fulgoroso,
rayos al mundo tu esplendor vertía
y otro cielo el amor te prometía.
Mas ¡ay!, que es la mujer ángel caído
o mujer nada más y lodo inmundo,
hermoso ser
para llorar nacido,
o vivir como
autómata en el mundo.
Sí, que el demonio en el Edén perdido,
abrasara con
fuego del profundo
la primera
mujer, y, ¡ay!, aquel fuego
la herencia
ha sido de sus hijos luego.
[…]
Los años,
¡ay!, de la ilusión pasaron;
las dulces
esperanzas que trajeron
con sus
blancos ensueños se llevaron,
y el porvenir
de oscuridad vistieron.
Las rosas
del amor se marchitaron,
las flores
en abrojos convirtieron,
y de afán tanto y tan soñada gloria,
sólo quedó una tumba, una memoria.
¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento
un pesar tan intenso...! Embarga impío
mi
quebrantada voz mi sentimiento,
y suspira tu
nombre el labio mío;
para allí su
carrera el pensamiento,
hiela mi
corazón punzante frío,
ante mis
ojos la funesta losa,
donde vil
polvo tu beldad reposa.
Y tú feliz,
que hallaste en la muerte
sombra a que
descansar en tu camino,
cuando
llegabas mísera a perderte,
y era llorar
tu único destino,
cuando en tu
frente la implacable suerte
¡grababa de
los réprobos el sino...!
¡Feliz!, la
muerte te arrancó del suelo,
y otra vez
ángel te volviste al cielo.
[…]
Un recuerdo
de amor que nunca muere
y está en mi
corazón; un lastimero
tierno
quejido que en el alma hiere,
eco suave de
su amor primero.
¡Ay, de tu
luz en tanto yo viviere
quedará un
rayo en mí, blanco lucero,
que
iluminaste con tu luz querida
la dorada
mañana de mi vida!
[…]
¡Oh!,
¡cruel!, ¡muy cruel!... ¡Ah!, yo entretanto
dentro del
pecho mi dolor oculto,
enjugo de
mis párpados el llanto
y doy al mundo el exigido culto.
Yo escondo con vergüenza mi quebranto,
mi propia pena con mi risa insulto,
y me divierto en arrancar del pecho
mi mismo corazón pedazos hecho.
Gocemos sí; la cristalina esfera
gira bañada en luz; ¡bella es la vida!
¿Quién a parar alcanza la carrera
del mundo hermoso que al placer convida?
Brilla radiante el sol la primavera
los campos pinta en la estación florida:
truéquese en risa mi dolor profundo…
Que haya un
cadáver más, ¡qué importa al mundo!
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