Ángel González (1962): Grado elemental
"Penúltima nostalgia"
Ha llegado el momento
de la nostagia.
¿Recuerdas?
Aquel dulce violín,
el de los tangos,
acosado por el entrecortado rumor de los bandoneones
y las felices turbas
derramando champán en los escotes
de las muchachas algo locas, algo
despeinadas, algo tristes también,
algo caídas.
Inefable perfume el de esas horas
tan felices, que todos conocimos.
La gasolina iniciaba su reinado
por las calles atónitas,
pero los jazmines no habían emprendido aún la retirada
ni los desodorantes
estaban preparados para sofocar la personalidad de las axilas.
Junto al farol frecuentado por los perros
la niña vendía flores de papel,
aunque era la victrola,
desde el fondo en penumbra de las habitaciones,
la que lanzaba a través de las ventanas entreabiertas
la serpentina gris de la tristeza
sobre los habituales transeúntes de la noche.
El violín,
cantor del drama
y de la más imposible dulzura,
brillante vagabundo del espacio,
perseguía a los corazones solitarios
que, absortos en sí mismos,
ignoraban a los mendigos que les salían al paso
o volvían los ojos hacia el cielo
buscando el rostro brillante de la estrella
que habría de influir en la realización de un deseo apresuradamente formulado.
Impreciso, turbio tiempo
fluctuando, veloz, hacia otros días
y otros ritmos
y otros timbres, también,
aún más fugaces.
Muerto el violín,
la marimba extendió su tiranía.
Madera percutida y afinada,
cada corteza o tronco del Caribe,
cada selva del Sur,
cada semilla
creció en el aire y los sonoros bosques
de los trópicos, los ríos inauditos,
audibles fueron en distantes tierras.
Entonces todavía todo era
sencillo:
amar, besar, comer aunque tan sólo
fuera
un pedazo de pan,
una limosna.
Por caridad todo se conseguía:
– Por caridad, por caridad,
gritaban
los hombres
en las duras esquinas azotadas
por el aliento del cantor mulato,
por el murmullo en sol de la criolla,
por la lluvia además, por la desgracia.
Más la moda es versátil y ligera,
y sobre las cenizas del charlestón y el banjo
edificó nuevas algarabías.
Y volvieron los blues, y las síncopas
llenaron de inquietud y carcajadas
el azaroso amanecer,
mientras los barrenderos del alba,
los enterradores de sombras,
arrastraban con sus escobas húmedas
hacia las grietas por donde huyó la noche,
serpentinas, tarjetas ilegibles, vidrio, papel de estaño,
fragmentos de diarios vespertinos,
algodón sucio y ligas de mujer.
Nada, no obstante, pudo
empañar la pujante
apoteosis del metal.
Las brillantes trompetas y el sinuoso
saxo
– y el torpe, exacto, articulado y grave
trombón de varas-, juntos
disonaron frenéticos,
unieron su estridencia,
y las copas quebradas derramaron el vino,
y más de una muchacha- nadie
fue capaz de evitarlo-
perdió el sentido, y algo
de mucho más valor -según dijeron.
Ahora
que todo es ya pasado,
sentimos la nostalgia
de lo que ha sucedido.
Recordamos
los ritmos y los cuerpos,
el viejo olor a menta,
los troncos de los olmos
señalados con flecha,
corazón
e iniciales,
el rincón de la alcoba, etcétera,
etcétera.
Olvidamos, en cambio,
los cadáveres,
los campos de batalla,
el hambre de los campos,
las razones del hambre.
Oh tiempo
ido:
si quieres devolvernos
todas las ignominias,
esa risa por barrios que reímos,
aquella
felicidad por horas,
la olvidada
inconsciencia, la belleza
de amar tan sólo al cuerpo que abrazamos,
los ritmos y los miembros
agredidos,
el viejo olor a menta, la trizada
luna contra el estanque, la imposible
canción que acaso nadie ya recuerda:
devuélvenos
también
nuestros cadáveres,
enséñanos
también
los asesinos,
deja
también junto a la oscura caja
del violín,
también junto al destello
de la dorada y cálida trompeta,
un revólver
también,
una pistola.
También estoy nostálgico de días.
También fui muy feliz. También recuerdo.
También yo fui testigo de otras horas».