jueves, 28 de enero de 2021

“La ventana indiscreta”

José Hierro (1998): Cuaderno de Nueva York

“La ventana indiscreta”

I
IMPROMPTU

De pronto, sin saber por qué... de pronto...
sin tan siquiera sospecharlo...
...de pronto... el torbellino, el huracán,
la tempestad crispando la cresta de las olas,
disparándolas contra el cielo negrísimo...
...de pronto... nuestros cuerpos destruidos,
enlazados, recién nacidos, agonizantes,
parpadeantes, sumergidos, nadando
en nuestro irrepetible acuario azul
de nunca más y música...
dos llamas pálidas que lamen, muerden,
y chispas del ocaso en los ojos canela,
ojos garzos, y negros de noche,
de uva, oliva, de verdor submarino...
...no sé... asomados al reino del espliego,
metálico y morado a la luz de la luna,
sobrevolando las colinas
acariciadas, desgarradas
por el canto del grillo por el motor de la chicharra
... de pronto... descabalgado de Pegaso...
(porque Pegaso existe
no es fábula ni mito:
yo he acariciado muchas veces
las plumas de sus alas)
...de pronto... sin saber por qué,
los moradores del alcázar de la felicidad,
los que oían tintinear sobre las losas
las monedas de plata desprendidas del beso
...de pronto... sin tan siquiera sospecharlo.

Todo ha quedado incluido en un bloque de hielo
congelado, hechizado, paralizado, inmóvil,
fosilizado como un pez o un insecto
en la transparencia del ámbar
(No mires, beso tus ojos para que no veas
para que no veas lo que veo
enfrente de nuestra ventana.)

II
TRES VENTANAS

Aquí no hicieron alto nunca
el sol del mediodía, el zumbido del viento.
(Demasiado al norte este patio, este pozo,
este hueco prismático y sombrío
sin noticia de las estaciones.)
Tan sólo una pareja de palomas
baja, de cuando en cuando,
y condecora los alféizares
con estigmas de lepra nauseabunda.
Después, desaparece.

Estrechas, casi góticas, tres ventanas intentan
contradecir la lobreguez endémica,
la tarea paciente del humo y de la lluvia
con su luz de oro enfermo.
En la central (imperio mágico del gato
y del pez, prisionero en su pecera),
dos siluetas ancianas tras los cristales turbios
representan, día tras día,
su minúscula historia:
he aquí el Gran Teatro del Mundo.

Probablemente era ya vieja la casa
cuando llegaron ellos, presuntamente jóvenes.
Aquí cursaron el aprendizaje
de envejecer. Tienen ahora
–la casa y ellos–
idéntica vejez, impermeable a las horas.

En el sofá, codo con codo,
imantados por la fosforescencia
de la pantalla del televisor
esperan (no lo saben, no mires) la llegada
de la nave que habrá de conducirlos
a la tierra de promisión, al paraíso olvidado.

Y esto es todo. Y es siempre. Y nunca.
Dan las agujas del reloj
nuevas de la llegada de la noche.
Simultáneas, las sombras se levantan.
Se extingue la luz de hoja seca.
Unos minutos o unos siglos después
(aquí el tiempo no cuenta)
se encienden las ventanas laterales
a cada lado del espacio oscuro
en el que el gato ronronea
y el pez sueña riberas de jade tembloroso.
Poco después se apagan.
He aquí el Gran Teatro de la Sombra.

Los cuerpos, acostados, remotos
oyen idénticas palabras
llegadas de la misma estación emisora,
con la radio pegada a la oreja,
muy baja de volumen
para no molestar a los vecinos.

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