viernes, 30 de noviembre de 2018

“Tara”

Elena Medel (2006): Tara

“Tara”

I


La noche de tu muerte

Dios acribillaba a gargajos el cristal de mi ventana. La lluvia
    
     dolía igual que duele el frío en un cuento navideño
    
     con barrios de cartón. El viento

golpeaba las paredes, se colaba por las rendijas de la casa,
    
     helaba los armarios, componía con sus silbidos una
    
     nana que velase
por todas nosotras.

Escondida bajo la cama, me tapaba los oídos, negando la
    
     presencia del viento ante la puerta de mi cuarto.

Deberás superar doce pruebas para invadir mis dominios.
     No lo pondré tan fácil.
Me creía etimóloga de las condiciones atmosféricas, experta
    
     en acepciones.

Al lado de los miedos de mis quince años, cantaban las
    
     pelusas en un sueño de Sófocles:
    
     abre y verás cómo el frío te espera con su rostro de miedo, para
     decirte todo lo que no quieres saber. Abre y verás; porque
     el frío aguarda con su rostro de miedo para leer la biografía
     de tus manos.
Diluviaba más allá de la puerta cerrada de mi cuarto. El
    
     agua invadía las sábanas, traspasaba el somier, las pelusas
    
     desfilaban -pobres, densísimas- hacia la puerta.



Me tumbé, empapada, sobre el colchón.



(Fundido en negro)



Tumbada, temblorosa, sobre el colchón, colgué el teléfono.
    
     Las pelusas -colmadas, orgullosas- reconquistaron
    
     cuanto les robé.

La luz empujaba sus partículas contra mis ojos: punzantes

como el granizo, imitando en su choque a los aplausos.

La lámpara aprendía el gesto de las nubes, descargaba contra
    
     mí toda su rabia. No lo impediré: basta con resistir para
     apagarme.
Las pelusas ascendieron trepando por la mesilla de noche,
    
     hasta invadir mi cama, y se colaron acampando en la
    
     garganta.

Mi boca gris, el oráculo con toda la razón, negando unos y
    
     otros lo que vendría después. Respiraba con dificultad.
    
     No podía pensar en otra cosa.

Sucia, desde luego, por meterme donde no me llaman.
    
     Escucho cómo, en la habitación contigua, Caravaggio
    
     acapara todo el protagonismo.

Apenas media hora. La llamada, la marcha de mis padres,
    
     tu muerte.

Mi pecho topaba con la tela; en mi frente y mi nuca, el
    
     sudor se confundía con el agua.





II


(Soy Salomón. Pienso construir un altar secreto para los
    
     domingos. No busco de vosotros una mano en la
    
     espalda, sino que la tendáis para ayudarme a escapar
    
     de la marea.

El río al que caí multiplica su caudal conforme los otros
     lloran. Mi corazón es una esponja, una caja negra que
    
     recoge
    
     todo cuanto sucede.

El tanatorio, mientras, ejerce su función. Alquiler igual a
    
     frío.

Una mujer rubia, pálida, me da la bienvenida. Soy Salomón.
    
     Te mostraré mi altar secreto

la si me guías hasta donde descansa)

Ofelia al otro lado del cristal, Angélica después de cuatro
    
     años, respetada por las aguas,

mientras yo pataleo para no ahogarme. Pronuncio agua y
    
     lloro por aquello de lo que carezco. Como pulsar un
    
     botón en lo profundo de mi espalda. Lo conocido me
    
     zarandea.

Dijiste dos días antes: cuando mejore, iré a la peluquería a
     arreglar este desastre.
El cristal mostraba lo contrario: en tu pelo antes gris,
    
     revuelto, brillarán los bucles durante cuarenta días y
    
     cuarenta noches.

Nunca vulnerable, nunca muerta: tan hermosa como la
    
     última vez en que nos vimos.



(Dios, entonces, posó sus manos sobre mis hombros
y me sentí sola.)





III


La franela protege mi vida subterránea. El mundo, bajo las
    
     sábanas, se percibe diferente:

su grosor iba a alejarme de colmillos y radiactividad, iba a
    
     librarme del ataque de los monstruos.

Tulipanes amarillos sobre fondo azul. Prozac para las horas
    
     oscuras. Costaba respirar bajo las sábanas. Las pesadillas
    
     formaban parte

de un estrato ajeno a mi dormitorio, por encima de las
    
     nubes, allá donde la asfixia ocurre con la misma frecuencia

que debajo de la manta. Justo cuando no podía respirar me
    
     rescatabas, y yo dormía abrazada a ti, mis cuatro, cinco
    
     años, y las pesadillas se digerían con el desayuno.

Todo cuanto tengo

te lo debo. Aprendiste a leer con cinco años. Con ochenta
    
     escribiste, en un cuaderno de hojas cuadriculadas, tu
    
     vida. Felicidad fue tu última palabra-



Ahora que has muerto, más allá de la puerta cerrada de
    
     mi cuarto, mientras las hermanas viejas corren a
    
     refugiarse bajo los soportales,

alguien que no soy yo, pero se me parece, escribe en una
    
     cabina telefónica con rotulador negro permanente:

Dios, ven aquí,
atrévete a volver a hacerlo,
ahora
soy más grande que tú.




IV

La lluvia forma en su caída toboganes de barro, alumbra 
         
     arcenes y calzadas para el tránsito nocturno, 

expulsa de su reino a los habitantes más hermosos, provoca
         
     envidias, desmanes, firmas de tratados.

Transforma, también, sus caprichos en notas dispuestas

sobre un tablón de corcho: debo recoger la terraza, ordenar
          mis papeles, resguardarme para cuando llegue la tormenta.
La lluvia consigue todo esto

Igual

que el viento decreta qué árboles no sirven, qué hogares
         
     deberán pasar la noche en vela, y deshoja tendederos
         
     y periódicos,

e interrumpe el sueño de quienes se piensan a salvo,
         
     golpeando contra los cristales de nuestras ventanas.

Y la muerte

no respeta tu puerta cerrada, derritiéndose aprovecha los
         
     resquicios translúcidos, y se arrastra y se cuela estancada
         
     en el lugar en el que duermes,

ensuciándote los pies al despertarte, impregnándote los
         
     huesos y la carne con su olor,

hasta que respiras muy hondo

y decides gritarle sin sábanas, incorporada en el centro de
          
     tu dormitorio, acabando con todo,

aquello que en el fondo busca con su presencia:

ya no temo a la muerte, porque me reunirá con Ella.

jueves, 29 de noviembre de 2018

"Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (y IV)"

Federico García Lorca (1935): Llanto por Ignacio Sánchez Mejías

“4. Alma ausente”

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el rasgo negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque tú has muerto para siempre.

Porque, tú has muerto para siempre
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

"Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (III)"

Federico García Lorca (1935): Llanto por Ignacio Sánchez Mejías

“3. Cuerpo presente”

La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas,
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos:
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.

Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.
ç
No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!

martes, 27 de noviembre de 2018

"Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (II)"

Federico García Lorca (1935): Llanto por Ignacio Sánchez Mejías

“2. La sangre derramada”

¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.

¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!

Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!! 

lunes, 26 de noviembre de 2018

"Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (I)"

Federico García Lorca (1935): Llanto por Ignacio Sánchez Mejías

“1. La cogida y la muerte”
A mi querida amiga
Encarnación López Júlvez
A las cinco de la tarde
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.

El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.
Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde
Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.
Y un muslo con un asta desolada 
a las cinco de la tarde. 

Comenzaron los sones de bordón 
a las cinco de la tarde.
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.
En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.

¡Y el toro solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.
Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde,
cuando la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,
la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la tarde.

Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.
Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.
El toro ya mugía por su frente
a las cinco do la tarde.
El cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.
A lo lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.

Trompa de lirio por las verdes ingles
a las cinco de la tarde.
Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,
y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.
¡Ay, qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde! 

domingo, 25 de noviembre de 2018

“Elegía a Ramón SIjé”

Miguel Hernández (1936): El rayo que no cesa

Elegía a Ramón SIjé
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me hamuerto
 como del rayo Ramón Sijé, con quien
tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento.
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
Y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.


(10 de enero de 1936)