sábado, 31 de octubre de 2020

“No os confundáis”

Francisca Aguirre (1976): Los trescientos escalones
“No os confundáis”
cuando ya no quede nada
tendré siempre el recuerdo
de lo que no se cumplió nunca.
Cuando me miren con áspera piedad
yo siempre tendré
lo que la vida no pudo ofrecerme.
Creedme:
Todo lo que pensáis que fue destrozo y pérdida
no ha sido más que conjetura.
Y cuando ya no quede nada
siempre tendré lo que me fue negado.
No os confundáis: con lo que nunca tuve
puedo llenar el mundo palmo a palmo.
Tanto miedo tenéis que no habéis advertido
la riqueza que se oculta en la pérdida.
Desdichados,
poca ganancia es la vuestra
si nunca habéis perdido nada.
Yo sí he perdido:
Yo tengo, como el náufrago,
toda la tierra esperándome.

viernes, 30 de octubre de 2020

“Los trescientos escalones”

Francisca Aguirre (1976): Los trescientos escalones
“Los trescientos escalones”
A Susy y Margara
Estaba todo quieto en la casa apagada.
Hasta el día siguiente, hasta sabe Dios cuándo
el silencio reinaba como un ídolo antiguo.
No funcionaban las leyes del tráfico,
esas imprescindibles ordenanzas
que hay que acatar para transitar el pasillo.
Es como si la noche propusiera una tregua,
como si al apagar la luz se apagara el peligro.
Escucho. Nada. Todos callan unánimes.
Mirar la oscuridad es profesar de muerto:
los ojos van de lo negro que nos habita
a lo negro que nos envuelve.
Somos los apagados, los ausentes,
los que gavillan tiempo en sus muñecas,
somos los auditores del silencio
y ese silencio es como un túnel por el que solo avanza el tiempo.
No ver, no estando ciegos, es hundirse en el tiempo.
El armario, con su puerta entreabierta, da a las costas de Francia.
Oigo los barcos que salen o entran por el puerto del Havre.
Veo tres niñas muy contentas, en Barcelona,
porque se iban de viaje:
se acababan los bombardeos,
ya no tendrían que esconderse debajo de aquella escalerita
que conducía a las habitaciones superiores
mientras oían, espantadas, el agudo silbido de las bombas.
Nos íbamos, nos íbamos a Francia.
Y así, llegamos a Bañolas:
nosotras contentísimas de ver el lago,
papá, mamá y la abuela
arrastrando su corazón, empujándolo a la frontera.
París fue para mí, durante mucho tiempo, un gato.
Había un gato en aquella pobre pensión en que vivimos,
un gato que dormía al lado de una estufa.
Yo nunca vi París: tan solo vi ese gato.
Y nos fuimos al Havre para tomar un barco.
Nosotras con dos muñecos y un monito,
papá con su caja de pinturas y un sueño acorralado,
un sueño convertido en pesadilla,
un sueño multitudinario
arrastrado como único equipaje
por una inmensa procesión de solos.
Pero aquel barco no llegó a su puerto:
esperamos, mientras mamá, para alumbrarnos,
cantaba algunos días El niño judío: «De España vengo, soy española».
No llegó el barco. Llegaron aviones alemanes.
Hubo que caminar a gatas por las habitaciones del hotel,
que estaba frente al puerto.
Aquel hotel tenía un nombre,
se llamaba «La Rotonde de la Gare».
Papá pintaba. Y, como Modigliani,
iba a ofrecer sus cuadros a las gentes. Tampoco a él le compraban.
Nosotras aprendimos francés en dos semanas.
El reloj de La Gare ha dado un cuarto,
papá me dice que levante la cara un poco más,
dos o tres pinceladas y termina el retrato.
Mi padre, no sé bien por qué, me pintó de japonesa.
Para siempre quedé con mi abanico,
con los ojos ligeramente oblicuos y asombrados,
en una edad más bien indefinida
y con una diadema de pensamientos sobre el pelo.
Papá, vamos al puerto, vamos al puerto ahora que hay tiempo
y luego vámonos corriendo a ver el Bois des Alates,
vamos, que se perdió tu cuadro y ya solo podré verlo contigo y para siempre.
Papá, perdimos tantas cosas
además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste
nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos.
Y ahora pienso, desde tu mano que me ayudaba a recorrerlos,
que tal vez me dijiste entonces
que había que subirlos y bajarlos
y para eso los pintaste
y para eso pasaste días enteros
pintando una escalera interminable,
una hermosa escalera rodeada de árboles y árboles,
llena de luz y amor,
una escalera para mí,
una escalera para que pudiera subir,
vivir,
y una escalera para descender,
callar,
y sentarme a tu lado como entonces.
Me he levantado para cerrar la puerta del armario.
Está mi casa sosegada,
apenas en el aire zumba tenue la remota sirena de un barco.
Los que más amo duermen:
mi hija arropada en sus nueve años
y Félix indefenso ante sus treinta y ocho.
Al fin se extingue el eco de los barcos.
Vuelvo a la cama.
—Buenas noches, papá. Hasta mañana si Dios quiere. Que descanses.

jueves, 29 de octubre de 2020

“Después de veinte años”

Antonio Gamoneda (1961-1966): Blues castellano
“Después de veinte años”
Cuando yo tenía catorce años,
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos.
Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón.
A las cinco del día, en el invierno,
mi madre iba hasta el borde de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta despertarme.
Yo salía a la calle y aún no amanecía
y mis ojos parecían endurecerse con el frío.
Esto no es justo, aunque era hermoso
ir por las calles y escuchar mis pasos
y sentir la noche de los que dormían
y comprenderlos como a un solo ser,
como si descansaran de la misma existencia,
todos en el mismo sueño.
Entraba en el trabajo.
La oficina
olía mal y daba pena.
Luego,
llegaban las mujeres.
Se ponían
a fregar en silencio.
Veinte años.
He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos:
Tierra incansable,
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia a
nosotros
mismos.

miércoles, 28 de octubre de 2020

“Noche de ronda”

Luis Alberto de Cuenca (1987): El otro sueño

“Noche de ronda”

En otro tiempo hubieras empleado la noche 
en hablarle de libros y de viejas películas. 
Pero ya eres mayor. Ahora sabes que a ellas 
les aburren los tipos llenos de nombres propios, 
que tu bachillerato les tiene sin cuidado. 
De modo que le dejas tomar la iniciativa, 
desconectas y finges que escuchas sus historias, 
que invariablemente -recuerdas de otras veces- 
versan sobre el amor, los viajes, la dietética, 
su familia, el verano, la buena forma física, 
el más allá, las drogas y el arte postmodemo. 
De cuando en cuando asientes, recorriendo sus ojos 
con los tuyos, rozando levemente sus muslos, 
y elevas a los cielos una angustiosa súplica 
para que aquella farsa termine cuanto antes. 
Pasarán, sin embargo, todavía unas horas 
hasta que, ebria y afónica, se abandone en tus brazos 
y obtengas la victoria pírrica de su cuerpo, 
que, pese a los asertos de tres o cuatro amigos, 
será muy poca cosa. Y, cuando esté dormida, 
saldrás roto a la calle en busca de una taza 
de café gigantesca, maldiciendo las copas 
que arruinaron tu hígado en la estúpida noche 
y pensando que, al cabo, merece más la pena 
no comerse una rosca y hablarles de tus libros, 
amargarles la vida con Shakespeare y con Griffith.
O buscarse una sorda para que nada falte.

martes, 27 de octubre de 2020

“La historia interminable”

Vicente Gallego (1996): La plata de los días

“La historia interminable”


A Carlos Marzal y Felipe Benítez Reyes

La discoteca flota como un barco,
y tú tomas pastillas con alcohol.
Todo el mundo lo sabe,
todo el mundo te mira de esa forma,
y tus propios amigos ni se enteran.
Estás sudando, tiemblas, los dientes apretados,
los pómulos ardiendo, y las pupilas
desenfocan un mundo de penumbre y de brillos.
Tú sabes que te espían, disimulan muy mal,
aunque bailen lo sabes,
aunque algunos retiren la mirada
cuando a veces los retas con la tuya.
Es preciso que escapes hacia el baño
y procures andar con cierto aplomo:
como hienas escrutan en tus gestos
cualquier debilidad.
No puedes orinar, el prepucio te escuece,
y sientes en el pene un cosquilleo
que te hace pensar en las hormigas
y desear a muerte a una mujer.
La cabina cerrada te protege un instante,
la música te llega desde el centro
de tu propio cerebro, y puedes escuchar
cómo crece ese odio que te tienen.
Buscas otra pastilla en el bolsillo,
es amarga y redonda como el odio,
y sigues escuchando claramente
todas y cada una de las conversaciones
de esa gente sin alma que te mira.
Todos hablan de ti, y tú sigues oyendo
cómo suena el desprecio, y qué extraño ruido
hace el asco al crecer en sus entrañas.
Sales luego a la pista, disimulas bailando,
tus amigos te miran y sonríen.
Empiezas a temer una traición.
Dirías que tu alma es una rata
completamente abierta a la luz de un quirófano,
todos hurgan en ella,
y hasta sientes el frío de las pinzas
que rebuscan con asco en su interior
una prueba que firme tu sentencia.
Si te marchas a casa han de seguirte,
ya lo han hecho otras veces,
bucean en el whisky que te bebes
y aprenden a vivir entre tus tripas
cual si fueran pirañas en un río de sangre.
¡Si arrancándote el tímpano
se apagaran sus risas, las palabras de burla,
ese ruido que hace al crecer el desprecio!
Quisieras que la tierra te tragara
y sueñas con insectos sin dormir.
Estar vivo te asusta, y te envuelve
esa cosa terrible que es el miedo
cuando nace de dentro de sí mismo
sin motivo ni causa, ese miedo que es miedo
a que el miedo te venza. El verdadero miedo
que es ahora otro ruido en tu cabeza.
Tomas otra pastilla y te deseas suerte:
sabes que alguna esconde un paraíso
en el que tú has estado muchas veces,
y serías capaz,
por volver a encontrarlo un solo instante,
de pasar mil infiernos como éste.
Intentas convencerte de que todo es mentira,
de que el odio y la burla, el desprecio y el miedo,
son sólo paranoias
que habrán de esfumarse, como las otras veces,
con el día que llega.
Pero el infierno crece alrededor de ti
y su hedor contamina cada palmo de aire.
Ya no pueden tardar, parece que se animan
los unos a los otros, y tu cara de imbécil
les exige venganza. Ojalá ya no tarden.
Que te escupan ya pronto uno por uno
en el centro del alma,
porque en esa saliva corrompida
podrás lavar de nuevo
el asco que ahora sientes de ti mismo,
y esperar a otro sábado,
y volverlo a intentar.

lunes, 26 de octubre de 2020

“Final de adolescencia”

Carlos Pardo (1995): El invernadero

“Final de adolescencia”

Dispersa, la estación,
confirma que te encuentras de camino:
tan lejana parece cada cosa
que prefieres quedarte entre la gente,
que esquiven al pasar tu cuerpo inmóvil
como si así lograras
que la huida parezca menos brusca.

No vuelvas a enturbiarte con razones
que son del todo falsas, y lo sabes.
Ya sé que es muy difícil conseguir un trabajo
y que lo de tu piso no es seguro,
pero tienes dinero suficiente
para vivir un tiempo donde quieras.
¿Dónde? sólo importa largarse
de esta ciudad de encanto pervertido:
la humedad de sus calles desoladas
bajo un sol que, aseguras, está muerto.

Los días de diario te supieron a poco,
sus mañanas perdidas casi sin darte cuenta
entre ruidos de obreros,
petardos de lecciones de latín
y deseo hacia chicas jóvenes como tú —o un poco menos.
Hacia las tres
la tarde comenzaba siempre eterna y estéril
frente al televisor o frente a un libro
y esperando una noche que no llega
—noches que fueron un recuento absurdo
de las breves historias de tu vida.

No fue mejor la cosa los fines de semana,
apenas sostenible
su música con forma de reloj en los pubs más ridículos
y los contados cuerpos que te amaron
hasta que amanecía
con olor a tabaco tu cuarto de resaca,
despedidos sin grandes pretensiones
de amistad o placer.
Hubieras preferido a sus acompañantes,
siempre más atractivas y perfectas;
no esas carnes dormidas por su peso excesivo
y breves de palabra.
                                  No obstante,
simulaban un mundo acompañado que hubieras asumido
—tan sólo con vender tu futuro de huraño o de poeta—
en el estéril tiempo de diario,
en las tranquilas tardes de diario.

Ya sale el autobús,
olvídate de darle algún sentido
que guarde relación con el pasado.
Confías en que pronto
podrás reír de tanta oscuridad
y recorrer una ciudad distinta
con calles menos húmedas —y un sol más agradable—
que ya no te recuerden a tu infancia.

domingo, 25 de octubre de 2020

“Caballo”

José Luis Hidalgo (1944): Raíz

“Caballo”

Caballo, siempre hijo, nieto de caballos,
padre de dulces potros engendrados en vientres 
y engendradores de engendradores en un tiempo 
sin mí cuando mi corazón sea un astro perdido.

Hermosa bestia dura, la antigua tierra pisas 
como si el viejo Dios para ti la creara, 
porque eres vida ardiente y párpado vibrante 
que brillas como un látigo contra los verdes céspedes.

Se escucha en el silencio tu sangre rumorosa 
como un mar armonioso que por dentro cantara 
y en la noche del mundo tu relincho se eleva 
como un cálido chorro que a las estrellas quema.

Como piedra instantánea paraliza tu cuerpo 
un rumor de raíces que en la tierra se hunden... 
¡Pero de pronto escapas!, bajo la luna roja 
huyes como una lanza pisándote la sombra 
que sobre la llanura se posa como un ala 
mientras se enorgullece la humilde yerba fina 
de tu seca pisada tan firme como el trueno.

Caballo, siempre hijo, nieto de caballos, 
padre de dulces potros engendrados en vientres 
y engendradores de engendradores en un tiempo sin mí 
cuando mi corazón sea un astro perdido.

sábado, 24 de octubre de 2020

“Los muertos”

José Luis Hidalgo (1947): Los muertos

“Los muertos”

Hoy vengo a hablarte, mar, como a mí mismo.
Como me hablo cuando estoy a solas,
cuando alejado de los tristes días
que nos contemplan desde el ojo humano
acerco el ascua tenebrosa y sola
al principio del ser, a las raíces
donde alborea, matinal y oscura
la caricia primera de la tierra.

A hablarte vengo, mar, como a mí mismo,
en esta noche mineral y lúcida
mientras la luna, desde arriba, arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso.

Desde hace siglos sin cesar palpitas
tu blando corazón contra las rocas
que ante tu orilla, para siempre oyéndote
se bañan mansamente o se derrumban
fingiendo limos, donde solo existen
aristas de ira para tus entrañas.

Hoy vengo a hablarte, porque tú, conmigo
nacistes y sin cesar crecimos
cuando en la rosa del albor primero
con vesperal y fabuloso ojo
detrás de los helechos acechaba
el paso de los corzos y la sangre,
empapando la tierra, me llamaba
hacia los bosques, como el fuego ardiente
de una lejana y cegadora estrella.

En esta noche en que mi historia acaba,
en que los siglos sordamente suenan
bajo las plantas de mis pies desnudos,
bajo la tierra donde crecen árboles
y las palomas y las flores vuelan
junto a la hermosa garra de las águilas...
A ti, acudo, mar, en esta hora
porque el destierro de tu voz me llama
y en el hondón de mis entrañas siento
removerse otra agua clamorosa.
Tú solo, mar y mar, gimiendo
la soledad tremenda del que a nadie
puede decir su soledad. El mundo,
las lejanas estrellas que podían
escuchar tu dolor o presentirlo,
estaban lejos, porque Dios quería
tu sola soledad, tu dolor solo
como un terrible cántico a su gloria.

Quieta y muda, la tierra, duramente
diques ponía a tu invasora forma
que imitaba la vida de los pétalos
o la erizada furia de la selva.
—Nunca nos conocimos. No sabíamos.
Distintas nuestras sangres se ignoraban:
la tuya verde, transparente y única;
la mía roja, sordamente múltiple...-

En esta noche, mar, en esta noche
cuando la luna desde arriba arroja
sobre los mundos una luz calcárea
y en el bisel del horizonte hiere
su duro, lento y solitario hueso,
yo te pregunto lo que están buscando
ese fragor dulcísimo de manos,
esas inmensas lágrimas que chocan,
el eco interminable de las aguas
que como cuerpos sobre ti se aman.

Dime qué buscas, mar, qué es lo que busco
cuando temblando de la orilla huyes,
cuando temblando del amor me alzo,
cuando la mano en mis entrañas hundo
y golpeo sobre ellas como un látigo
cuando royendo la caverna oscura
te rompes con horror contra un peñasco
o ya en la calma de una tarde triste
acaricias, soñando, antiguas playas...

En esta noche, mar, en esta noche
en que mi sino solitario tiende
su milenario cuerpo por tus costas
mientras los viejos musgos y los líquenes
prenden grises hogueras a tu orilla
donde queman su óxido de sombra
las invisibles razas invernales
que algún día se fueron de la tierra
yo pregunto el destino de los muertos
que antes que yo nacieron y gimieron
para darme a la luz, de los que en siglos
y siglos, se tendieron como gérmenes
para que el fuego vivo de mi cuerpo
alma les diera cuando los recuerde.
Yo pregunto el destino de su sangre
corriendo como un río sin orillas
al inquietante reino donde todo
—la carne con la carne, el cuero húmedo,
la tierra junto al tacto deshaciéndose–
forman breves coronas desoladas,
transparentes cenizas que se rinden.

Busco en la sombra. Allá, por los confines
de la mano que elevo como un pájaro
más alta que mi frente. Aquí termina
todo entero mi ser, la carne acaba
y comienza la estela de los astros,
la clamorosa luz de las estrellas.
Aquí comienza el mar. Yo soy el único
junto al que habita solo, desde siempre,
la eternidad errante de la tierra.
Aquí comienza el mar, aquí termino.
Solo después que yo mi voz humana,
un recuerdo sereno en el vacío.

—Por debajo de mí los enterrados,
como fríos veleros, navegando
por otro mar sombrío, el de la muerte,
donde un viento, que es tierra, los empuja
hasta el confín ardiente de mi vida.
Dios no pregunta, porque Dios se basta.
La tierra calla, porque nada espera.
El mar hermoso, bajo los luceros,
y el hombre solo, bajo los planetas,
su muerte inútil, sin morir, rechazan
contra la roca ciega del futuro.

viernes, 23 de octubre de 2020

“Lo fatal”

José Luis Hidalgo (1947): Los muertos

“Lo fatal”

He nacido entre muertos y mi vida
es tan sólo el recuerdo de sus almas
que, lentas van soñando entre mi sangre
y sobre el mundo ciego la levantan.

Quedó lejos la tierra, mis raíces
no saben del frescor que en ella canta.
De invisibles cenizas es mi cuerpo.
Los muertos de la tierra me separan.

Quisiera ser yo mismo, luz distinta
brillando cada día con el alba,
estrella de la noche, siempre joven,
que fulge de sí misma solitaria

Pero ya no estoy solo, mi ser vivo
lleva siempre los muertos en su entraña.
Moriré como todos y mi vida
será oscura memoria en otras almas.

jueves, 22 de octubre de 2020

“Alba”

José Luis Hidalgo (1936): Las luces asesinadas y otros poemas

“Alba”

¡Qué brisa se despertó
en la madrugada palida!
¡Que asesinato de sombras
ante las luces del alba!

El gallo cantó a la aurora
una diana despeinada
mientras palacios de luz
despacio, se derrumbaban
y el aire se iba poblando
de gritos y puñaladas.
Por el viento se perdian
galopes de largas patas,
suspiros de lejanias
en luces, finales, blancas.
El cielo como un gran cofre
se fue poblando de plata.
Las claridades del dia
en arcos de tensa palma
iban sacando a la noche
de su destierro de escarcha.

miércoles, 21 de octubre de 2020

“El último lugar desconocido”

Joan Margarit 

“El último lugar desconocido”

Versión en catalán 

“L’últim lloc desconegut”

Als setanta anys recorda encara
el seu somni infantil,
l'aigua calenta en un gibrell metàl.lic
i aquella nena rossa que el banyava.
Els ulls, la pell, els llavis, l'olor que fan les noies.
Després, la joventut, amb la fondària
del tacte i una història perduda
abans de començar. Sempre el cos d'ella,
silenciós i mític, una porta
entreoberta que mai no va creuar.
No ha sabut cap on duia fins molt tard,
en la mirada d'una dona gran.
En té prou amb això. Entra espantat
per la felicitat, i sent com els ulls d'ella
rere el mur del desig l'estan mirant
en aquest últim lloc desconegut.


Versión en español 

Con setenta años recuerda aún
su sueño infantil,
el agua caliente en un barreño metálico
y aquella muchacha rubia que lo bañaba.
Los ojos, la piel, los labios, el olor que desprenden las chicas.
Después, la juventud, con la hondura
del tacto y una historia perdida
antes de comenzar. Siempre el cuerpo de ella,
silencioso y mítico, una puerta
entreabierta que no cruzó jamás.
No ha sabido a dónde llevaba hasta muy tarde,
en la mirada de una mujer mayor.
Tiene suficiente con eso. Entra espantado
por la felicidad, y siente cómo los ojos de ella
tras el muro del deseo lo están mirando
en este último lugar desconocido.

martes, 20 de octubre de 2020

“Otra vez"

Ángel González (1985): Prosemas o menos

“Otra vez"
A Pablo Neruda y Salvador Allende. In memoriam.

Sangre: no sangres más.
¡Cómo decirte que no sangres, sangre! 
¿Nunca ha cesado de correr la sangre?
Contemplad el pasado
–esos “graffiti” obscenos:
la huella de una mano ensangrentada
en el muro sombrío de la Historia.
Y el presente: 
más sangre, 
otra vez sangre.

(Ahora
–el mensaje es la sangre­–
un general con nombre de payaso 
hace correr, 
en Chile, 
la triste gracia de la sangre:
la sangre de los justos, 
la que redime al hombre del horror de ser hombre, 
la sangre más valiosa, la más pura.)
Para que deje de correr la sangre 
¿hará falta más sangre? 
Tiempo largo, sangriento: 
derrama 
la última gota de tu sangre, pronto.

No hay tiempo que llorar.

Cuando no sangre más así la sangre,
ese día, por fin, será el futuro.

lunes, 19 de octubre de 2020

“Inventario de lugares propicios para el amor”

Ángel González (1967): Tratado de urbanismo

“Inventario de lugares propicios para el amor”

Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero 
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño 
forma al interceder con los domingos 
en algunas ciudades 
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios: 
quicios de puertas orientados al norte, 
orillas de los ríos, 
bancos públicos.
Los contrafuertes exteriores 
de las viejas iglesias 
dejan a veces huecos 
utilizables aunque caiga nieve.
Pero desengañémonos: las bajas 
temperaturas y los vientos húmedos 
lo dificultan todo.
Las ordenanzas, además, proscriben 
la caricia (con exenciones 
para determinadas zonas epidérmicas 
—sin interés ninguno— 
en niños, perros y otros animales) 
y el “no tocar, peligro de ignominia” 
puede leerse en miles de miradas.
¿Adónde huir, entonces?
Por todas partes ojos bizcos, 
córneas torturadas, 
implacables pupilas, 
retinas reticentes, 
vigilan, desconfían, amenazan. 
Queda quizá el recurso de andar solo, 
de vaciar el alma de ternura 
y llenarla de hastío e indiferencia, 
en este tiempo hostil, propicio al odio.